lunes, 26 de noviembre de 2012

La moral provisional.

     Como para empezar a reconstruir el alojamiento donde uno habita, no basta con haberlo derribado (...) sino que también hay que proveerse de alguna otra habitación, en dónde pasar cómodamente el tiempo que dure el trabajo; así pues, con el fin de no permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a serlo en mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego con la mejor ventura que pudiese, hube de arreglarme una moral provisional, que no consistía  sino en tres o cuatro máximas (...).
     La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando con firme constancia la religión en que (...) me instruyeran desde niño rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tenía que vivir.
     Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitanto en esto a los caminantes que, extraviados (...) no deben andar errantes (...), ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo sin cambiar de dirección por leves razones (...) pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir (...) acabarán por llegar a alguna parte, en donde (...) estarán mejor que en medio del bosque. Y así, puesto que, muchas acciones en la vida no admiten demora (...) si no está en nuestro poder discernir las mejores opiniones debemos seguir las más probables y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras, debemos no obstante decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como dudosas, en cuanto se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo es. Y esto fue bastante para librarme desde entonces de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus vacilantes y débiles, que se dejan arrastrar a practicar como buenas las cosas que luego consideran malas.


     Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, a alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos, de suerte que después de haber obrado lo mejor que hemos podido, en tocante a las cosas exteriores, todo lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente imposible.

R. Descartes: Discurso del Método, 3.ª parte.

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