viernes, 31 de agosto de 2012

¿Por qué ocurren tantas dificultades a los buenos?

     Nada malo puede pasar a un hombre bueno: no se mezclan las cosas contrarias, ni la naturaleza consiente que en ningún tiempo lo bueno dañe a lo bueno; pues entre los hombres buenos y los dioses hay amistad, cuyo enlace es la virtud.
     Considera las adversidades como un ejercicio.¿Quién no más que siendo hombre, con recia propensión a todo lo honesto no desea una prueba a su medida y no desafía el peligro por correr a su deber? ¿Para qué hombre activo no es un suplicio la holganza? ¿Vemos a los atletas que practican el culto de la fuerza, cómo lidian con los más esforzados y exigen a aquellos con quienes se adiestran para el combate que usen contra ellos todas sus energías y consienten ser tundidos, maltratados y si no encuentran adversarios de fuerza igual, pugnan con muchos a la vez? Languidece la virtud sin adversario. Sepas que esto mismo ha de hacer el hombre bueno; no ha de temer las cosas duras y difíciles ni ha de quejarse del hado: cualquier cosa que le acaeciera, téngala por buena y conviértala en provecho propio. Lo que importa no es cuánto sufres, sino cómo lo sufres. No ves con qué diferente cariño tratan a sus hijos los padres y las madres. Aquéllos mandan levantarles temprano para dedicarse al estudio y así les arrancan sudor y lágrimas: las madres, en cambio, quieren tenerlos en su regazo y mantenerlos a la sombra. Dios trata a los buenos con corazón de padre y los ama varonilmente: ejercítalos en trabajos, dolores, infortunios para que cobren verdadera reciedumbre: quien sostuvo brega asidua con las contrariedades le curtieron los obstáculos y ya no cede a ningún mal y, caído, aún lucha cuerpo a tierra. Los dioses contemplan a los varones magnánimos en lucha con alguna calamidad. He aquí un espectáculo digno de ser contemplado por Dios atento a su obra; he aquí un duelo digno de Dios: el varón fuerte luchando a brazo partido con la fortuna adversa; y todavía más si fue él el que la provocó.

Séneca: Sobre la Providencia, cap. II.


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