martes, 24 de julio de 2012

Carta a Meneceo, fragmento.

Que ninguno por ser joven vacile en filosofar, ni por llegar a la vejez se canse de filosofar. Pues no hay nadie demasiado adelantado ni demasiado retrasado en lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que el tiempo de filosofar no le ha llegado o le ha pasado ya, es semejante al que dice que todavía no ha llegado o que ya ha pasado el tiempo para la felicidad. Así que deben filosofar tanto el joven como el viejo; éste para que, en su vejez, rejuvenezca en los bienes por la alegría de lo vivido; aquél para que sea joven y viejo al mismo tiempo por su intrepidez frente al futuro. Es, pues, preciso que nos ejercitemos en aquello que produce la felicidad, si es cierto que, cuando lo poseemos, lo tenemos todo y, cuando nos falta, lo hacemos todo por tenerla.
Practica y ejercita todos los principios que continuamente te he recomendado, teniendo en cuenta que son los elementos de la vida feliz. Antes de nada, considera a la divinidad como un ser incorruptible y dichoso -tal como lo suscribe la noción común de la divinidad- y no le atribuyas nada ajeno a la incorruptibilidad ni impropio de la dicha. Piensa de ella aquello que pueda mantener la dicha con la incorruptibilidad. Porque los dioses, desde luego, existen: el conocimiento que tenemos de ellos es, en efecto, evidente. Pero no son como los considera la gente, pues ésta no los mantiene conforme a la noción que tienen de ellos. No es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente.
Pues no son prenociones, sino vanas presunciones los juicios de la gente sobre los dioses, de donde hacen derivar de los dioses los mayores daños y beneficios. En efecto, familiarizados continuamente con sus propias virtudes, acogen a sus iguales, considerando extraño todo aquello que no les sea semejante.
Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que todo bien y todo mal están en la sensación, y la muerte es pérdida de sensación. Por ello, el recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable la mortalidad de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de la inmortalidad.
Nada hay terrible en la vida para quien está realmente persuadido de que tampoco se encuentra nada terrible en el no vivir. De manera que es un necio el que dice que teme a la muerte, no porque haga sufrir al presentarse, sino porque hace sufrir en su espera: en efecto, lo que no inquieta cuando se presenta es absurdo que nos haga sufrir en su espera. Así pues, el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. No existe, pues, ni para los vivos ni para los muertos, pues para aquéllos todavía no es, y éstos ya no son. Pero la gente huye unas veces de la muerte como del mayor de los males, y la reclama otras veces como descanso de los males de su vida.
Hemos de recordar que el futuro no es nuestro pero tampoco es enteramente no nuestro, para que no esperemos absolutamente que sea, ni desesperemos absolutamente de que sea.
Y hay que calcular que, de los deseos, unos son naturales y otros vanos. Y de los naturales, unos necesarios, otros sólo naturales. Y de los necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, otros para la vida misma.
En estos pensamientos y los análogos a éstos ejercítate, pues, día y noche, sea para tí mismo, sea con alguno semejante a tí, y nunca -despierto ni dormido- serás turbado; vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un ser mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.

Epicuro: <<Carta a Meneceo y Máximas capitales>>, pp. 24-35. Editorial Alhambra, 1985, Madrid.